¿Conviene revisar las referencias éticas y deontológicas que subyacen en nuestra práctica cotidiana? Sí, sin lugar a dudas.
Los profesionales de la intervención social solemos entregarnos con pasión al ejercicio cotidiano de dar respuesta a las necesidades sociales que presentan los colectivos desfavorecidos o en situación de vulnerabilidad social que precisan de ciertos y particulares apoyos psicosociales. Sin embargo, esta entrega cotidiana bien puede quedar impregnada de un cierto pragmatismo que puede acabar por tergiversar la propia práctica profesional, reduciéndola a un “mero hacer”. Probablemente, muchas cosas buenas salgan de este pragmatismo, que ciertamente, no sale de la nada absoluta, sino de la experiencia y el recorrido atencional de cada servicio. Ahora bien, dado que la sociedad es cambiante así como lo somos las personas, los grupos y las comunidades junto a las que desarrollamos nuestras prácticas profesionales, la realidad nos empuja, de vez en cuando, a cuestionar quiénes somos, qué hacemos y cómo lo hacemos. Mal haríamos en no hacerlo.
Los profesionales de la intervención social necesitamos encontrar sentido a lo que hacemos, a veces recordando por qué lo hacemos y otras cuestionando lo que se hace. La esencia de nuestro trabajo es cuestionar (nos) y evolucionar en entornos específicos para saber adaptarnos mejor a sus retos sociales y poder apoyar mejor a las personas en atención. Y por eso hago este post.
En primer lugar me gustaría señalar que uno de los hábitos que todo buen profesional debería automatizar en su práctica cotidiana es interrogarse e interrogar al equipo multidisciplinar en el que coopere sobre si sus quehaceres, intervenciones, métodos, etc., más allá de la buena intención, cumplen con los cuatro grandes principios bioéticos formulados por Beauchamp y Childress a finales de los años 70: no maleficencia, beneficencia, autonomía y justicia.
El primer principio es el Principio de No Maleficencia. “Lo que estoy haciendo para esta persona…¿es no maleficente?”. Es decir, la pregunta directa sería, “¿estoy dañando a la persona de alguna forma?” Habría que recordar que existen muchas formas de dañar a las personas tanto por acción como por omisión. No quiero ni puedo extenderme pero enumeremos algunas: maltrato psicológico, maltrato físico, maltrato estructural y maltrato institucional. Pero también puede haber negligencias, imprudencias o poner en riesgo la privacidad de la personas en atención. Los casos de maltrato mencionados, especialmente los de carácter físico y psicológico parecen casos extremos e infrecuentes en quienes trabajamos en la intervención social, sin embargo también puede haber daños más sutiles mediante estilos atencionales autoritarios o sobreprotectores que socavan la dignidad e independencia de las personas y esos, son más difíciles de detectar y denunciar, especialmente por las personas objeto de las intervenciones, situadas de forma muy frecuente en una situación errónea de dependencia respecto al profesional, provocada por este, obviamente. Y esta asimetría en el rol, llevada al extremo, supone una diferencia de poder que ya en sí misma es muy cuestionable y que puede ser fuente de daños maleficentes. Como véis, esto daría para uno o dos tratados. En cualquier caso, preguntémonos como profesionales de forma periódica si estamos causando algún daño, por sutil que sea. Mi opinión es que esos daños sutiles son más frecuentes de lo que nos gustaría reconocer, concretamente, los vinculados al trato directo desde el que se deslizan y proyectan ansiedades del profesional, estilos autoritarios o sobreprotectores y pequeños abusos de poder emanados de la asimetría de roles en la relación de ayuda. Aplicar el Principio de No Maleficencia garantizará mejor las buenas prácticas en la atención social.
El segundo principio bioético es el Principio de Beneficencia que plantea la obligación profesional de hacer el bien a las personas en atención. Aquí la clave reside en que ese actuar en beneficio de la persona en atención debe tener en cuenta sus deseos y contar con su consentimiento. La pregunta que debemos plantearnos periódicamente es “Lo que hago por esta persona o grupo, ¿es conforme a sus deseos?, ¿he recibido consentimiento para actuar en su beneficio?” Teniendo en cuenta que las personas en atención nos otorgan de forma implícita una autoridad como expertos que nos da la prerrogativa de impulsar iniciativas de mejora, no se trata de actuar bienintencionadamente de forma unilateral sino de hacerlo en sintonía con los deseos de la persona y siempre con su consentimiento. Parece algo obvio; sin embargo, ese pragmatismo que indicaba al principio, esas urgencias con las que a veces actuamos, nos puede hacer olvidar en ocasiones que solo hay un beneficio ético si se responde verdaderamente a los deseos de las personas en atención bajo su consentimiento, para lo cual, debemos garantizar que les hemos informado de forma completa y que se ha comprendido dicha información.
El tercer principio bioético es el Principio de Autonomía que nos obliga a los profesionales de la intervención social a actuar profesionalmente considerando que las personas en atención son capaces de tomar decisiones sobre su propia vida y, por lo tanto, que pueden aceptar o rechazar cualquier intervención propuesta por los profesionales que le apoyan. Aquí deberíamos preguntarnos, “¿estoy permitiendo y favoreciendo que la persona tome sus propias decisiones?” Teniendo en cuenta que las personas en atención recurren a los servicios de atención psicosocial porque necesitan apoyos diversos, que esta situación de necesidad de apoyo va acompañada de inseguridad y duda y que todo ello sitúa a la persona en una posición de vulnerabilidad, el profesional no puede caer en la tentación de desempeñar un rol de salvador que ilumina el camino que otro ha de recorrer. Hay que tener mucha integridad ética para no suplir a la persona en atención y no tomar decisiones por ella. Tomar decisiones por la persona no solo no es ético sino que carece de valor pedagógico, por no mencionar que el mensaje implícito que se envía a la persona es que “yo tomo las decisiones por ti porque tú no eres capaz de tomarlas”, con lo que se socava la percepción de autoeficacia de la persona. Por supuesto que “salvar” a las personas podrá beneficiarlas, pero será a través de logros del profesional que no harán más que aumentar la dependencia de las personas en atención. Si esa suplantación en la toma de decisiones cumpliera ciertas funciones psicológicas para el ego del propio profesional, habría llegado el momento de que el profesional se sometiera a supervisión de otro profesional, a poder ser externo al propio servicio y entidad. Por lo tanto, respetemos la autonomía de la persona en atención, por su salud y la nuestra. Nuestro papel no consiste en ser importantes, sino prescindibles. Cuanto más prescindibles hayamos sido, mejores profesionales seremos. Fomentemos la autonomía.
El cuarto principio bioético es el Principio de Justicia que nos obliga a los profesionales a brindar un trato igualitario y no ejercer ningún tipo de discriminación, sea como sea la persona en atención. La pregunta sería “¿Doy un trato igualitario sin discriminación ninguna a todas las personas en atención?” De nuevo, tras nuestras prácticas profesionales pueden esconderse sutiles desigualdades y discriminaciones que podríamos estar pasando por alto. A parte de la reflexión continua en torno a la justicia de nuestras prácticas profesionales, registrar lo que hacemos es, además de una obligación legal, una forma de obtener datos que puedan ser objeto de revisión. Por ejemplo, las memorias anuales recogen datos que nos pueden indicar ciertas tendencias injustas en la atención directa que pueden no haber sido percibidas en la práctica cotidiana. O preguntarse, por ejemplo, si la frecuencia de las citas que se dan son las adecuadas. O revisar con sinceridad lo agradables o no que nos pueden resultar ciertas personas en atención y si ello está impidiendo un trato igualitario. O si estamos beneficiando o trabajando más con alguna persona en atención porque nos resulta más agradable o reforzante. Fijarnos en si estamos siendo “justos” y corregir las posibles desviaciones en la atención.
Señalar que estos cuatro principios entran en ocasiones en conflicto en plena acción profesional y que para ello hay propuesta una jerarquía que sirve para dirimir el dilema ético que supone elegir entre varias acciones en la que una de ellas vulnera uno de estos principios, siendo prioritarios los principios de primer nivel sobre los de segundo nivel:
Así pues, revisemos nuestra práctica frecuentemente porque nos permitirá recordar hacia dónde debemos dirigir nuestras energías respetando los derechos de las personas en atención.
Por último decir que los códigos deontológicos de cada profesión son referentes específicos que impelen a los profesionales de la intervención social a actuar conforme a conductas éticas que garanticen una atención de calidad. El ejercicio profesional en la intervención social debe tener estos códigos deontológicos profesionales en cuenta en todo momento y por ello deben ser revisados constantemente para garantizar que ofrecemos la mejor atención psicosocial. Una pregunta, ¿cuánto tiempo hace que no revisas tu código deontológico?
Un placer que hayas leído hasta aquí.
Hasta pronto.
Mola
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